domingo, 2 de enero de 2011

La realidad como aliada


No tengo cable. Parte de mi realidad la configuro a partir de lo que la TV nacional me entrega. En este contexto las tardes culturales, los escasos programas de conversación medianamente inteligente son un bálsamo entre tanta chatarra. Vivo cerca de la Población La Victoria cuyo canal comunitario Señal 3 me dio horas de contenido cuando bajaban la señal de Telesur y lo esparcían como buena nueva con una recepción pésima, pero llena de buena programación.

Hace una semana veía las noticias haciendo zapping y todos mostraban paquetes de vacaciones al caribe y playas hermosas de América. Al otro día un canal me instruía sobre los “weddiding planning”, personas especializadas en hacer eventos para matrimonios cuyos costos eran altísimos tomando en cuenta que el fondo del negocio es simplemente celebrar un compromiso de amor, más allá del servicio de manteleria , o de los jarrones con flores, o de la banquetería. Otra nota mostraba los regalos más requeridos para esta navidad. Otra nota los gimnasios top para estar en forma para las vacaciones.

Pertenezco a un quintil económico que objetivamente podría pagar todo aquello que esa vitrina, que se supone se hizo para informar (e inavitablemente formar) ofrece. La oferta agresiva dispuesta en un noticiero, aquel que se supone nos informa de lo importante, no me excluye, me hace ser parte de “eso” que me imagino muchos aspiran y que difícilmente podrán obtener. No estoy diciendo nada de lo que no se hayan enterado, por este medio o por otro: vivimos en un país desigual, con pocas oportunidades para muchos y muchas oportunidades para pocos.

El consumismo como mantra subliminal conjugado en todos sus tiempos y personas se cuela por el escenario que nos muestra lo que culturalmente hemos configurado como el proveedor oficial de la “verdad”. “Es verdad, si salió en las noticias” dice mi hija, como si fuera una máxima irrefutable, incuestionable, irreversible, mientras la realidad, duerme embriagada y sucia tirada en la calle, trasnochada, como un vago ebrio, olvidado.

Estudié en la Escuela E62 de San Felipe. Mi escuela tenía niños pobres y niños de buena situación. Siempre recuerdo a mi compañero Leonardo, con los mocos verdes eternos, con su uniforme sucio, su bolsón viejo y sus zapatos viejos y gastados. Recuerdo a mi profe tirándole las patillas y diciéndole “inmundo”. Como si un niño de 7 años tuviera siquiera la posibilidad de decidir mejorar sus zapatos, lavar su pelo, comer mejor o tener un bolsón más nuevo. Sus zapatos de gastado ya no se podían ni lustrar, estaban tan viejos y secos que jamás podrían haber vuelto a brillar.

Mi familia tenía una buena situación, sin embargo la realidad, esa que no ocupa un espacio en la vitrina pública, se sentó siempre a mi lado o en el banco de atrás. Demasiado cerca como para no querer verla. Demasiado evidente para hacer como si no existiera.

¿Cuánta frustración puede provocar un medio de comunicación al presentar en el espacio institucionalizado como el “proveedor de la verdad” el repertorio de posibilidades tan lejanas a la mayoría de los fervientes telespectadores?

¿Cuán importante es la verdad y la realidad en los medios de comunicación?¿Cuánto lo es en nuestra sociedad en general?¿Cuánto estamos dispuestos a arriesgar en nombre de esa bendita realidad?

Esta semana me compré la revista El Periodista y me encontré con una frase muy potente en la columna de Marta Blanco: “Es necesaria una reflexión seria sobre el peor de los males que nos aqueja: no ver la realidad. El espíritu criollo, nuestra naturaleza cauta y temerosa, nuestro no saber qué "conviene" decir, como si la verdad fuera un commodity que sube y baja en un extraño mercado moral. Es la manía de conservar "la pega", de no comprometernos y entrar en un estado larval de hechizo primario, donde no vemos lo que no soportaríamos ver."

Nuestra tóxica relación con la verdad, esa pasadita de refilón, ese “hacernos los lesos”, eso de “si no es para tanto”, eso de “no te hagas problema”, eso de “ acuérdate, en unas semanas más se les va a olvidar”, puede que un día se vaya a la cresta. La realidad, esa hermana incómoda de la verdad un día nos va a estallar en la cara, irreversible e irremediablemente. Llegará el día en el que los “invisibles”, “los innombrados”, los que no viajaron al caribe, los que no contrataron al wedding planning, los que no se pudieron comprar los regalos top y los que nunca pisaron el gimnasio del noticiero de las nueve, se cansarán de que el país y su vitrina no conjugue sus nobles nombres, porque no solo son consumidores, también son ciudadanos, de una ciudad que tiene hijos ocultos.

Santiago es tan plano que a diferencia de Caracas y Río de Janeiro, sus bolsones de pobreza, históricamente excluidos a la periferia contribuyen con su “invisibilidad” urbana, a no “afear” el barrio cuico, no opaca el brillo de los edificios de vidrio, pero la lejanía se puede acortar y su presencia se puede empezar a volver algo incómoda. ¿Sabe usted por qué? Porque como dice José Comblin, Teólogo de la Liberación "Nuestra aliada es la realidad, el que no ve la realidad, no ve lo que es la humanidad. Se queda con palabras y discursos, pero no puede crear nada".

Disminuir las horas de historia, como estrategia para mejorar la educación no es otra cosa que ponerle otra mordaza y antifaz más a esa realidad, para inyectarnos amnesia, para solo ubicarnos detrás de la vitrina, anestesiados, incautos compradores de felicidades perecibles.

“Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez” decía la Proclama de la Junta Tuitiva,en 1809, doscientos años después sigue pareciendo cierto, pero se lo aseguro, no por mucho tiempo.

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